miércoles, 7 de mayo de 2014

"A la deriva" de Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el
pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú
que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El  hombre  echó  una  veloz  ojeada  a  su  pie,  donde  dos  gotitas  de  sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la
amenaza,  y  hundió  más  la  cabeza  en  el  centro  mismo  de  su  espiral;  pero  el
machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un
instante  contempló.  Un  dolor  agudo  nacía  de  los  dos  puntitos  violetas,  y
comenzaba  a  invadir  todo  el  pie.  Apresuradamente  se  ligó  el  tobillo  con  su
pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto
el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían
irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con
dificultad;  una  metálica  sequedad  de  garganta,  seguida  de  sed  quemante,  le
arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los
dos  puntitos  violeta  desaparecían  ahora  en  la  monstruosa  hinchazón  del  pie
entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su
mujer, y la voz  se quebró  en un ronco  arrastre de garganta reseca. La  sed lo
devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras
otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con
lustre gangrenoso.  Sobre la honda ligadura del pañuelo, la  carne desbordaba
como una monstruosa morcilla.
Los  dolores  fulgurantes  se  sucedían  en  continuos  relampagueos,  y  llegaban
ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear

más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito
lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.
Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente
del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de
cinco horas a Tacurú‐Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del
río; pero  allí  sus manos dormidas dejaron  caer la pala  en la  canoa, y tras un
nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía
el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo:
el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú‐Pucú, y se
decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que
estaban disgustados.
La  corriente del río  se precipitaba ahora hacia la  costa brasileña, y el hombre
pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en  cuesta arriba, pero a los
veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue  este favor! —clamó de nuevo, alzando la
cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre
tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la
llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien
metros,  encajonan fúnebremente  el río. Desde las orillas bordeadas de negros
bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados,
detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita
en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un
silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra
una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa,
tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la
cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho,
libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no
tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse
del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú‐Pucú.  4
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya
nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú‐
Pucú? Acaso viera también a  su  ex patrón mister Dougald, y al recibidor del
obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río
se  había  coloreado  también.  Desde  la  costa  paraguaya,  ya  entenebrecida,  el
monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de
azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio
hacia el Paraguay.
Allá abajo,  sobre el río de oro, la  canoa derivaba velozmente, girando a ratos
sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se
sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado
sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y
nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración
también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido
en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...

Y cesó de respirar.



esto sucedio en : 












TAMBIEN LES UN LINK CON LA BIOGRAFIA...
http://es.wikipedia.org/wiki/Horacio_Quiroga
Y PARA QUE SEA MAS FACIL TE DEJO UNA GRABACION DE VOZ PARA QUE ESCUCHES LA LECTURA...
http://www.spreaker.com/user/7295184/grabacion-de-lengua
TE DEJO UNA RESEÑA:
el cuento trata sobre un hombre campesino que estaba cortando y justo lo pica una serpiente yarara que es de argetina es nativa de la argentina y lo pica y le inyecta el veneno. El hombre va hacia su rancho (CASA) y pide un trago (CAÑA) pero cuando lo toma ve que no funciona. El sube a su canoa y empieza a remar por que quiere llegar al rio  Tacurú‐Pucú. que esta en panama. Cuando empieza a remar se da cuenta que el veneno de la vivora le va ganando. Acique le pide ayuda a su compadre Alvez pero cuando lo va a buscar no lo encuentra ya que se ha mudado. El veneno sigue aumentando. El llega al rio pero siento como si el veneno ya ha pasado pero empieza a recordar cosas y deja de respirar y muere.




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